Érase una vez un alma terca, que solo se inventó un camino por donde andar. Pasaron los días, los meses y años y se negó a los cambios. Sus huellas eran las mismas, sus posibilidades fueron del tamaño de lo limitado de su horizonte.
Estaba tan ensimismado en sus propios pensamientos, que no se dio cuenta de que el suelo comenzó a hundirse mientras iba de un lado a otro, sobre la misma superficie. No escuchaba las palabras de más nadie, sus razones prevalecían sobre todo. No estaba interesado en conocer otra frontera que no fuese la de su comodidad.
En ella permaneció como felino preso en una jaula pequeña, que no se da cuenta cuando empiezan a sangrar sus cejas de tanto pegarlas con uno y otro de los barrotes. Así siguió, hundiéndose cada vez más, y la oscuridad no fue vista por sus ojos, ya que se había negado a ver lo límites del la luz en otros lados.
El abismo le esperó pacientemente, pero seguro. Sabia que quien no sale de sus propios pasos, tarde o temprano queda solo y es el momento ideal para que él, se lo tragase. No quedó ni un hilo que lo conectara hacia afuera, fue tanta su terquedad que prefirió ahogarse en sí mismo, que recibir como salvavidas la perspectiva de alguien más.
La terquedad fabrica abismos, que luego sepultan a sus dueños.