La mano sobre el picaporte, a punto de girar y salir al mundo exterior. Su respiración es muy lenta. Suspira pensando en lo que deja atrás. Su mano tiembla, no como temblaba hace apenas unas horas, cuando paseaba por el cuerpo de ella como escultor sobre su toca.
Si tan solo se atreviera… si se quedara. Pero sobre él, la vida, sus implicaciones, los deberes que ya hoy sobran, los argumentos, los preceptos, las razones y hasta un sentimiento que presume quedó en alguna gaveta de la vida de todos los días dicen que, debe girar la manilla abrir la puerta y salir de allí.
De soslayo voltea y la mira ahí, dormida plácidamente; su respiración profunda como hace mucho tiempo no tenía. Sus ojos cerrados con el placer descansando sobre sus párpados, envuelta en sueños que no quiere dejar de soñar. Su mano sobre la almohada de al lado, quizás creyendo que es él, quien todavía ahí descansa.
El recuerda cómo empezó este día, como cualquier otro en sus rutinas, la de ambos. Ella, entre archivos de sus pacientes, cerrando el cajón asignado a cada uno, como si de esa manera pudiera tener los demonios de ellos encerrados ahí, para no correr el riesgo que se fueran de fiesta con lo demonios propios de ella. Sobre su escritorio de cristal y un consultorio a lo minimalista, una tablilla con un discreto tintero que se deja leer «Psicóloga». El corazón roto hace años, despejada ya de las dudas que deja su incertidumbre e independiente de sentir por quien no lo merece. «Agua que no has de beber… que se vaya río abajo», se repite cada día. Insomnios trasnochados que no se arreglan con lo que receta a los que gustosamente se hunden en su poltrona de conversaciones diarias.
Él, abogado de renombre; hombre presente en la corte recurrentemente, recto, admirado por todos, una sonrisa discreta siempre bien formada en su semblante, lo que tapa por completo un vacío que deja la tristeza de una rutina que no acaba, de una pasión que no se enciende, de una simple vida ordenada.
Ambos en el mismo edificio por años, sin toparse, sin ni siquiera encontrarse en el lugar donde estacionan, que dicho sea de paso es a tan solo una hilera, de un carro al otro. Hasta hace seis meses que ambos estuvieron sin sus vehículos, por razones distintas, pero siendo peatones iguales. Una tarde de lluvia, de esas se Junio, a la salida del hogar de concreto que los cobija cada día, casi se desafiaron por tomar el primer taxi disponible. Una mano sobre la otra para abrir una manilla, y al final un gesto amable que inundó sus vidas, más que la lluvia. Un taxi compartido, un sobre olvidado que le hicieron a él subir hasta el consultorio de la «doctora»; una llamada para consultar un aspecto legal de un paciente llamado a juicio, un encierro por 45 minutos en un ascensor y la fobia de ella a lugares cerrados. Parecía que la suerte los reunió de forma descarada para que en la mañana de hoy, él saliera disgustado de la oficina, viniendo ya de casa con el gris acostumbrado. Decidió tomar aire por un balcón oculto tras las escaleras del gran edificio, ella subía cargada de papeles desde dos pisos anteriores cuando decidió bajar al sentirse incómoda de ver que las luces del ascensor parpadeaba. Por un momento pensó: -Si fuese en su compañía, me agradaría que se cerrará nuevamente. Pensando en eso sonreía y mientras lo hacía el tacón de su sandalia se enredó con el escalón que seguía y giró, rumbo a estrellarse contra el mármol de las mismas escaleras que pisaba.
El accidente fue evitado por unos brazos que la sostuvieron oportunamente. Él estaba allí, pegado a su rostro, los papeles que traía rodaron por el piso y otros tanto volaron por el aire y en medio de una escena como la cámara lenta de una película rosa, sus ojos se encontraron, sus bocas se desearon y la salvación vino para ambos. Fue un beso largo, el mundo se detuvo, los dos fueron partícipes, los dos anduvieron a la carrera una ruta que en sus vidas normales, jamás hubieran ni siquiera dado un paso para andarla. Ella se separó un poco de él y sólo alcanzó a decir entre una sonrisa que más parecía de miedo que de otra cosa:
-¡Qué susto, casi me caigo!
El seguía sujetándola de la cintura, ella con sus brazos en su cuello, aunque ya no tenía riesgo de caerse, al menos no por la escalera.
-Te ayudo a recoger los papeles… -dijo él- y ambos de forma natural se agacharon para hacerlo, hubo uno que salió por el balcón donde había estado el abogado hacia tan solo unos minutos.
-Debo ir por eso que cayó por la ventana, fueron las palabras de ella en un susurro, mientras agachados recogían lo que aún estaba en el piso. Las manos de ellas y las de el temblaban, buscando los papeles… buscándose entre ellos.
-Te acompaño, solo dijo. Sin dejar de mirarla siguieron hasta el ascensor para ir en busca de lo que estaba perdido.
Lo que encontraron entre las paredes metálicas del ascensor fue una pasión que ninguno sabía que tenía por dentro. Los besos no podían dejar de pasar de una boca a la otra, hasta que el ascensor anunciaba con su sonido que llegaban a planta baja. Cada uno acomodó su ropa, ajada un poco por lo intenso del encierro, y salieron.
Buscaron las hojas que habían visto descender por el aire, caminaron uno junto al otro, dándose cuenta que el día brillaba como ningún otro y así llegaron hasta donde estaban ahora. No encontraron papeles, pero si el camino…
Sin darse cuenta de la hora, sin pensar en los compromisos del día, simplemente pasaron por una recepción y subieron a una habitación y de eso habían pasado algunas horas, quizás muchas y contadas para los del mundo que esperaba afuera, pocos minutos para ellos.
Entre risas y cuentos, deseo y placer habían pasado el día más diferente y exquisito que en muchos podían tener memoria. Recordaron como se habían conocido, el taxi, la lluvia, las llamadas, el ascensor y hoy nuevamente el ascensor… era increíble cómo en estas pocas horas, sus vidas habían conectado de una forma tan definitiva , una complicidad tácita con tinte tal vez eterno, superior a la que habían logrado tener alguna vez con ninguna otra persona, aún las que estuvieron o estaban ligadas a sus sentimientos pasados o presentes.
Por un momento él dejó salir su incomodidad, la camuflada diariamente, con el permiso de quién puede exprear lo que piensa sin miedo alguno, luego se dio cuenta que nunca a nadie había sido capaz de contarle eso, por temor a parecer desagradecido y sobre todo por darse cuenta el mismo, de lo desagradable que aveces se volvía su propia realidad.
Ella por su parte permitió que el fuera su «psicólogo» por un rato y también habló de sus dolores, de un pasado muy frustrante, y de una soledad escogida con premeditación. Pero el deseo los supero y los hizo hundirse en él, olvidarse de todo lo que estaba fuera de ese momento juntos.
Lo disfrutaron tanto que ninguno vio pasar las horas, excepto para comer lo que el servicio les trajo hasta su puerta. Ninguno de los dos habló de irse, y mucho menos de quedarse. Ambos sabían que era lo único posible, solo tenían ese ahora, no habría fotos, ni reuniones comunes, no era un camino para ser transitado por tiempo determinado, era el amor concentrado en pocas horas en un tiempo que se eternizó mientras lo tuvieron entre sus manos.
El cansancio les hizo dormir y al despertar el no quiso molestarla; contemplarla dormida era un premio que no dejaba de admirar… por un momento pensó que era capaz de dejarlo todo por quedarse así con ella, y luego la razón subió sobre la superficie del corazón, haciéndole volver.
Ahora frente a la puerta, con una mano para abrir su salida del paraíso, solo quisiera volverse y navegar junto a las sabanas, por la curvas que ha conocido en este día; esas mismas por las cuales sus pensamientos se van a deslizar cuando quiera. Quisiera estar ahí cuando ella abra los ojos y comérsela a besos, pero hacer eso implicaría que ya no podría salir de las redes que hoy cupido ha tendido entre ellos. Todavía piensa: —aún puedo decidir dejar esto hasta aquí -sin que sus raíces le retenga-.
Abre la puerta y el aire que respira afuera, más bien le asfixia, no le sabe a ella. Sale a la calle, vuelve al edificio de su trabajo y ahí trata de perderse en la normalidad de un día que definitivamente no lo es.
Baja al estacionamiento y toma el camino hacia su rutina, son las 6:30 pm y él se encuentra de cara con su verdad, los compromisos de esta hora le esperan; mientras sus pensamientos vuelan al inicio de este día. Ese inicio cuando envuelto en los fantasmas que no mostraba a nadie, salió por un poco de aire a gritar su insatisfacción, a dejarse llevar por su pensamiento anhelando que apareciera su compañía de ascensor y así poder darle rienda suelta a lo que su mente pensó cuando la tuvo tan cerca.
Ella no quiere abrir los ojos, su próximo paciente quizás pueda esperar, mientras se fascina con lo que recuerda a párpados cerrados, siente sus manos, su respiración, su placer… este día comenzó y le era imposible subir a aquel ascensor y no anhelar que él estuviera ahí, que se volviera a cerrar, como hace un tiempo atrás. Lo irónico es que va sola y se asusta al sentir que sus luces parpadean y con eso la subida se trastoca. Sale del ascensor y comienza su ascenso en las escaleras… alguien toca a su puerta , su asistente le avisa que ha llegado un paciente en crisis. Ella no quiere abrir sus ojos, quiere quedarse a vivir allí, en lo que no sabe si es sueño o realidad.
Alguien dice el nombre de él: —¡Con que aquí estabas! Tengo rato buscándote amigo, te están esperando en la sala de juntas. Él, parado en el balcón abre sus ojos y ve caer por el aire unas hojas de papel. La presiente.
El abre la puerta, ella se endereza en su asiento y al levantar la mirada le ve, es él, en su consultorio, él quien tenía la emergencia… está ahí, tan real como en la escalera, como en el ascensor, como en la habitación. Ambos se miran y saben que va a pasar. Nadie les hará despertar. Nadie puede delimitarle lo que es real y lo que está en sus pensamientos o sueños… nadie.
