Caídas que enseñan 🫥

El día amanece frío, se oye fuera el correteo de los que madrugan, mientras otros duermen al menos por dos horas. La mañana es gris, como grises se han vuelto los días de Claudia desde hace unos cuantos años; más de los que ella misma se atreve a contabilizar.

De un lado a otro, se maneja en la cocina. Hay olores mezclados. En el horno alguna hogaza de pan, que será fresco para quien lo deguste y ni siquiera agradezca a quien lo amasó, de madrugada mientras el simplemente dormía.

Ella no se queja, es su vida, la que escogió y con la que compara diciéndose que hay otras mucho peores. Mete sus manos en medio de la esponja y la espuma para lavar los trastos y suspira hondo. En el piso algunos de sus cabellos. En el último tiempo los va dejando por doquier, como una señal de que no todo anda tan bien como en casa dicen que son las cosas.

Y de repente un pensamiento le hace visitar la realidad que no quiere: —Esos cabellos se han caído sin darme cuenta… no duelen, no miro en el momento que caen, pero un espacio se queda vacío en mi propia cabeza..

Josias aparece arrastrando los pies. Aún la modorra del sueño no se va. Fue al baño como por instrumento, sin necesidad de abrir los ojos, y por supuesto sin darse mucha cuenta a donde apuntaba el desahogo de la orina. Es lo de siempre, es su universo y todo lo demás a su alrededor va dando vueltas.

—¿Sabes dónde está mi toalla? pregunta. Mientras Claudia seca sus manos en un paño pequeño colgado en las manillas del refri y va directo al lugar donde está colgada la toalla y se la trae. Es un acto mecánico, el pide, ella concede. La obediencia tácita de la cotidianidad. El esta descalzo, por tanto siente uno de los cabellos de Claudia enredado en uno de sus pies.

—Tus cabellos están por toda la casa, te vas a quedar calva si sigues así. ¿No te das cuenta? Josias y sus tonos de burla o reclamo, más de lo mismo todos los días.

Claudia ya es inmune a esos comentarios, aunque esta vez…. Vuelve el pensamiento de hace un rato: —No me doy cuenta cuando caen, como otras cosas que ya están caídas y ni siquiera he dicho nada, no me he atrevido. Sigue haciendo sus cosas en la cocina y también continúa en su pensamiento.

—¿Y qué? Sigue el marido cansón. Acaso tienes que pensar tanto para entender lo que dije. Es un fastidio encontrar tus cabellos por todos lados. Bueno, ya estás en edad de que se te caiga todo. Y una mueca sarcástica se dibuja en su rostro.

Ella sale de la cocina y se dirige a la habitación, se quita las pantuflas y siente el piso frío con sus pies. Uno de sus cabellos está ahí, y al verlo sonríe. Así es todo, y no tiene porque doler.

Abre el clóset y saca un bolso de viaje negro que su esposo usa cuando va de cacería, actividad por cierto que ella detesta, no solo por la matanza del animal sino por todo el trabajo colateral que a ella le representa, en especial el de lidiar con sangre por todos lados.

Empaca seis pantalones, seis camisas, un abrigo, diez pares de calcetines e igual número de ropa interior. Cierra el bolso y vuelve con el a la cocina.

—Listo querido, te puedes ir. Dice de forma pausada.

—¿Y tú, que crees que estás haciendo. Hoy no es día de cacería. ¿Además del cabello, te estás quedando sin memoria? su tono de disgusto hace que cada palabra lleve un tono mayor al que debería.

Ella lo mira y se acerca. Pone sus manos sobre los hombros de su marido, respira y le dice: —Ya se que hoy no vas de cacería, pero es un día genial para que te vayas. Cómo te molestan tanto mis cabellos, te parece sin valor lo que hago y sobre todo, quien soy… pues, te dejo ir. Eres libre Josias, ve a hacer una vida donde quieras.

—No solo mis cabellos se han caído, sigue diciendo, mientras va dando pasos lentos hacia el ventanal del salón. Todo lo que he sentido por ti, también se ha caído, y esa caída es en un pozo que no tiene fondo.

Te dejé espacio para que la toalla que te acabo de dar y la pijama que llevas puesta, la metas en el bolso y completes el ajuar de tu nueva vida.

—Te has vuelto loca… dice como refunfuñando.

—Si, como eso también es inaceptable para ti, como ya te dije ¡Te dejo ir! Por favor cierra la puerta cuando salgas y no me escribas, ni me llames. Cuando tenga todo listo, yo te contacto y firmamos tu pasaporte a la libertad, ese que tanto quieres.

—¿Quiero yo? En definitiva estás desquiciada. ¿Cuando yo he dicho que quiero irme? Yo estoy cómodo aquí, contigo, y tú también. Así que déjate de babosadas y sirve el desayuno y guarda mi ropa donde debe estar.

—No querido. Tu si has dicho de muchas formas que no quieres estar más aquí, al menos no conmigo. Y como ya lo entendí, quiero asumirlo. Es en serio Josias, hasta aquí llegamos. Voy a estar en la habitación, cuando salga no quiero que estés aquí.

Mientras Claudia da los pasos hacia la habitación, pasa la mano por sus cabellos, agradeciendo que su caída la hizo reflexionar acerca de lo que estaba ocurriendo en su vida desde hace tanto.

Si me quedo sin uno de mis cabellos, valdrá la pena, por el recordatorio que ha significado para mi hoy. Darme cuenta, y sobre todo atreverme va a cambiar toda mi vida.

Puedo buscar algún remedio para la caída de mi cabello, pero ya con Josías… no hay nada que pueda hacer. No hay nada que quiera hacer. Hay cosas cuya caída es muy profunda y hasta irreversible, nuestra vida juntos, es una de ellas.

Caídas

No sabemos

No sabemos lo que piensa el otro. Podemos pretender que si, pero el universo al otro lado es desconocido para nosotros.

Lo que late o palpita en el corazón del frente nos puede parecer conocido y a veces nos atrevemos temerariamente a querer interpretarlo o a simplemente decir: “se lo que estás sintiendo”.

Pero,

Cómo saber de llamas de fuego que suben a un corazón cuando arde de rabia o de los cataclismos en el ser cuando el desdén le ha fracturado.

Quien es el osado que se atreve a recorrer el abismo con aquel a quien una depresión le abraza y no suelta. Es fácil (y ridículo) decir que si podemos hacerlo, cuando en el fondo tal vez no demos ni siquiera dos pasos por esos senderos oscuros, sin morirnos de miedo.

Quien sabe de la soledad de alguien acompañado, que posa, que ríe y se “ve bien”, pero que cuando la cortina de humo que maneja con habilidad se desvanece, igual esa persona lo hace.

Quien puede juzgar sin equivocación a ese que “no pudo más” y terminó con algo que parecía sólido, duradero y perfecto (llámese trabajo, vida o matrimonio). Solo quien cierra la puerta de la alcoba y está dentro, tiene idea de que tan buena o mala son las cosas allí. Solo quien compra un arma para quitarse la vida con el escandaloso sueldo que gana en el trabajo de los sueños de todos, sabe que tanta presión viene soportando.

No, no lo sabemos. La mente y el corazón son territorios en estudio, pero sin conocimiento total de alguno de ellos, entonces ser comedidos debería ser una de nuestras máximas más usadas.

No sé que está ocurriendo en esa vida, por tanto solo pueda estar a un lado por si me necesita.

Una mano que se extiende a la espera de dar ayuda cuando sea necesario es muy diferente a una que pretende indicar el camino, sin saber si hay pies con que dar pasos.

Por tanto, antes de pronunciar cualquier juicio, o peor aún, condena, pensemos que no, no lo sabemos. Y quizás si lo supiéramos, nos abrumaría tanto lo que ocurre en la otra vida, que seríamos incapaces apenas de dar medio paso y seguir.

Cada persona es una historia distinta, que puede o no ser contada, mucho menos interpretada por quien es muy posible que ni siquiera sepa leer.

No sabemos…

Tormentas… 🌩️ ⛈️ ⚡️

Las tormentas son tragedias en forma de agua. La lluvia cae inclemente , todo se empapa y hasta se inunda, la vida llora sin ninguna clemencia. El viento azota todo a su paso, no hay rincón a salvo, tenemos miedo.

A veces la tormenta se viste de diagnóstico, y estamos a un paso de despedirnos de este ahora, que un día asumimos que nunca pasaría. Otras su presentación es un corazón roto, que no encuentra salida, a quien el desamor le paso la factura y lo dejo en bancarrota, sin recuperación alguna.

Las tormentas son fuertes, sinónimo de peligro y emergencia. Hay países en jaque por ellas, hay mares que se convierten en tumbas a su paso. Hay dolor, lágrimas y luto cuando llegan. Muchos quedan al descubierto, sin techo y hasta sin piso. Nadie desea una tormenta.

Pero llegan, las tormentas siempre llegan. El cielo de la vida, no siempre es azul y brillante, las nubes grises aparecen por un tiempo hasta que ellas mismas fraguan una tempestad, una gran tormenta producto de no encontrar donde depositar todas las lágrimas que acumularon por mucho tiempo.

En la propia vida, quizás por tiempo nos resulta fácil disimular el dolor, ocultar se vuelve un sistema que consideramos seguro, pero a la vez peligroso. Nos convertimos en seres de “selfie” donde posar y vernos de manera aceptable es la meta de vida más próxima. Pero todo eso, tarde o temprano producirá una tormenta, porque estaremos cansados, agobiados y cargados de tanta irrealidad. Entonces, la salida de todo eso puede convertirse en lluvia fuerte, tornados, olas gigantescas e inundaciones que terminan ahogando. Simplemente nos desbordamos.

Las tormentas se van formando y hay quien las predice porque tienen la capacidad y experticia para hacerles seguimiento, al punto de establecer el grado que tomarán y la ruta de acuerdo a los vientos que pueden seguir. Las zonas se preparan (aunque al final nadie está preparado) para recibirlas y se sabe de antemano que habrá daños y pérdidas. Generalmente esto último supera a lo que pudo haberse imaginado.

Los humanos somos más difíciles de descubrir y predecir, porque también somos maestros del disimulo, y eso empaña el radar que podría identificar la tormenta propia que se avecina.

Pero quien observa… observa.

Hay miradas que por mucha sonrisa en la boca, siempre es una mirada triste. Hay manos que se tocan ante el flash de una cámara, pero son manos que no se unen y mucho menos cuerpos que se abrazan. La apariencia refleja algo que no existe, por tanto termina no convenciendo. El que observa, tarde o temprano se da cuenta de la mentira. Y no hay mejor caldo de cultivo par una tormenta que el no reconocer lo que verdaderamente ocurre.

Irónicamente hay tormentas que se anhelan… en medio de un incendio que lo quema todo, la lluvia intensa y fuerte de una tormenta sería lo ideal para que el fuego no se extienda. Cuando llegue la calma sería imposible saber quien de los dos, hizo más daño, si el incendio o la tormenta .

A veces las situaciones no dan para más, el desierto tiene mucho tiempo existiendo y lo que queda aparentemente verde, corre riesgo de incendiarse con cualquier cosa. Ese escenario quizá se acentúe con la presencia de una tormenta, pero eso puede ser lo único que termine con todo lo que de verdad, no existe.

En fin, la vida está llena de eso. De situaciones elegidas la mayoría de las veces, con olas de dificultades, con relámpagos de noticias devastadoras e inesperadas, con incendios que consumen hasta lo que sentimos. Pero tarde o temprano la calma llega, porque no puede llover por siempre y porque la llama del fuego en algún momento, igual se apaga.

—¿Que queda entonces? nosotros (yo) luego de que el agua ahogó todo lo que realmente no era, queda una náufrago real, una historia por escribir, una vida por comenzar. Alguien que sabe que no se puede esconder lo que se siente, porque eso termina lastimando aún más.

Tormenta

Humo…

La ciudad está a oscuras, más que de costumbre. El cielo está despejado, no hay de las nubes grises acostumbradas que tapizan de nostalgia cualquier intento de seguir adelante. No, hoy tan solo hay humo.

El humo es algo que no puede esconderse, tan evidente como el temblor inesperado en las manos de quien descubre “su persona “ entre michas y quisiera ocultar que el corazón quiere plantar una bandera en ese territorio.

El humo aunque no se toca con claridad, se siente de inmediato. Los pulmones dicen: —Algo está pasando y no es lo que esperaba para respirar. Tan real como el ritmo cardíaco que se acelera frente a la persona que nos detona los sentidos y el propio ser.

El humo y su olor penetrante, al punto de no poder disfrazarlo u ocultarlo aunque le aromatices con olores artificiales que aunque le escondan un rato terminan ellos mismos enrarecidos. El amor también deja un aroma, que inunda o llena y la brisa se encarga de hacerlo volar hasta lo que somos. Es ese olor que hace sentir “sobrando” a aquellos que se empeñan en estar donde hay dos personas que si lo están compartiendo.

El humo necesita salida, sino oso queda en tinieblas y no se consigue respirar bien en medio de el. Los sentimientos, el amor, lo que sentimos también necesita una vía para salir, mostrarse y tornarse la más sublime de las expresiones. Si se calla o esconde terminará doliendo, porque está diseñado para ser entregado.

No siempre estamos dispuestos a que el humo se disipe, a veces la tiniebla aunque nos deja ciegos, es mayor elección por la comodidad de no enfrentarnos a lo que hay dentro. El amor por su parte tiene luz intrínseca, ventana abierta, ojo que mira y es manifiesto, aunque a veces la incomodidad del escenario sea lo único con lo que cuente.

Somos humo quizás un momento, invisibles o molestos con la ilusión del fuego, que tal vez fuimos y ya no es más.

También somos amor y quizás sea la única esperanza de ser renovados, a pesar de las veces que nos haya dolido.

Aunque tengan parecido, lo grande está en la diferencia de quedarnos con el amor (que no es espejismo como humo)

Humo…

Incendios.. 🔥

La ciudad habla de incendios, la emergencia llega, la sequía hace estragos, la imprudencia de otros se combina. Es fatal.

La gente habla de incendios, los que habitan en sus propias guerras, de desolaciones que no encuentran salidas y solo pueden ser vistos por llamaradas de violencias entre unos y otros. Se consume el alma colectiva.

La agitación de mi ser grita: —¡incendio!. El corazón sin riego, el desierto inclemente, la chispa de frustración que no se apaga, la aridez de un amor que ya no existe. Todo se quema, el fin de acera.

Incendios, cada uno distinto, un tanto igual en su esencia. La falta de atención, el prevenir con el cuidado del quien riega, el no dar lugar a eventos inconvenientes como el descuido de tirar una colilla en un cerro seco, o la estupidez de asegurar que una persona te pertenece por un documento de por medio. Descuidos.

Los incendios son descuidos propios de la falta de interés, del no querer ser responsable, de la incapacidad para reconocer en el otro, alguien que vale.

Dolor… inevitablemente es su consecuencia. No hay incendio sin que algo se queme, se destruya, se consuma.

¿Y luego que queda?

La desolación de lo arrasado, la mutilacion de un suelo que tardará mucho o quizás nunca se recupere, para dar paso a algo que crezca; la misma incapacidad en el centro de un corazón fracturado que no logrará unir sus pedazos, ni aún con El Oro más fino. Al menos no en su real interior.

Incendios, cada vez que ocurren se crean “planes de emergencia” pareciera que el dolor capta la atención, pero luego todo vuelve a la misma olvidadiza realidad. La pareja sigue, la fractura no se quita, solo se maquilla de una agónica sonrisa que simplemente soslaya el deseo de haber sido consumido totalmente por el fuego

Incendios, sobre un Apocalipsis en forma de abreboca, de ese mismo infierno que ha sido sembrado al descuido, contando que el abuso, el maltrato y el desamor no hicieran lo que de seguro saben hacer por su propia naturaleza.

Incendios, la naturaleza de los humanos absurdos…

Ciudad, tú

Eres mi ciudad, si tú. La capital de un país desierto, que no encuentra compañía en rostros ajenos.

En tus calles ya no están las palabras, esas que a diario me conducían por historias nuevas y un mundo a completar con nosotros.

Ciudad sin bulla, sin trancas, ni tránsito, ciudad desierta. Desierto hecho de ausencias, de falta de destellos, de amaneceres que ya no pintan y noches desteñidas. Adornado todo del silencio de los sepulcros. Ciudad sin vida.

Ya los coches no se mueven, eres tú, una ciudad en una foto que ya nunca más se atrevió a dar pasos, hacia mi, hacia lo que éramos. Que nunca fuimos, que ya no somos.

Ciudad sin cielo, ni arcoíris, ni siquiera lluvia que hace crecer y florecer, ciudad de edificios pintados, no reales que cualquiera que se asome a verla se encuentra con una nada inmensa, llena de despedidas que ni siquiera sucedieron. Un adiós abrasante sin nombre, ni rostros, pero que lo termino abaracando todo.

Camino de todos modos, por ti, mi ciudad que ya no existe, territorio que no es mío, conquista perdida por batallas no libradas, pero que igual hicieron que la sangre del dolor fuera derramada.

Aún tienes un nombre, que me repito, y sin dar pasos a ningún lado te recorro. Lo único que no extraño en esta ciudad inexistente, son las leyes que me hacían detenerme en el semáforo de tu existencia, ese mismo que decían que si me acercaba demasiado podía ser considerado como una falta grave. Ya no existes, por tanto ya no tengo el peligro de convertirme en reo con orden de captura por lo que siento.

Ciudad vacía, eso eres y quizás siempre lo fuiste. El detalle es que en mis ojos siempre hubo fiesta y días de primicias cuando nada más podía verte. No necesité una fecha patria para reconocerte, ni un año especial para quererte. La celebración y los regalos mostraban que eras una ciudad habitada por el amor de mis pupilas.

Pero ya no te veo… y no porque los kilómetros separen, ni porque tú, en esa escurridiza presencia logres esconderla de mi, a través de sutiles argumentos. No. Esta vez, ya no te veo, porque mis ojos no encontraron más luz en tu camino y por mas que quisiera ir tras de ti, solo tropezaba y caía, y lo peor, sin mano que me levantara.

Estas ahí, eres un territorio baldío, con una bandera que no conozco y que para mi esta izada a manera de duelo, por tanto no quiero entrar por sus puertas, porque una ciudad sin nadie solo sugiere que terminó corriendo a todos.

Me quedan tus postales, y la referencia que hubo una tierra que alguna vez pisé y creí que era territorio feliz, sin llegar a entender que era un espejismo, tapando la realidad de la mentira de estructuras bellas, altas y fuertes, cuando en verdad la construcción era de barro que se diluía.

Me imagino que otro transeúnte creerá que eres vida, que estás habitado como una ciudad pujante, y eso espero le dure poco, para que el dolor no sea tan largo como el mío.

Eres tú, esa ciudad.

Nada, la razón del todo 💭

A veces la vida se nos llena de una nada impredecible, desconocida pero dueña de los recursos con los cuales adquirir muchos de los espacios de nuestra vida y los hipoteca.

Nada que incluye recuerdos rotos, borrados que se vuelven inexistentes. Tinta que se la ha llevado el agua, lluvia que cayó de tal manera que arrasó hasta con la tierra.

Manos llenas de vacío, risa que dibuja una máscara, pasos que no llegaban a ninguna parte, y un camino que ha sido cubierto por el dolor de los años, entonces no se ve nada.

Nada que lo incluye todo, sin que lo aceptemos desde la consciencia. Mirada que no observa, ni descubre milagro, solo fija en un asunto que no le interesa, ojos desgastados.

Palabras que no dicen nada, amor incomunicable, el reino del olvido haciendo alarde en un corazón que dejó de pagar arriendo en el sitio de alguien más. El cansancio y la nada, compañeros inseparables de una oda al desacierto.

Ramas sin hojas, flores sin pétalos, boca sin sonrisa, camino sin pasos, oscuridad sin siquiera reflejo, cielo sin astros; la nada en una expansión que no acaba.

Así va la vida cuando las ramas de nuestras ganas se separan del tronco… de eso que amamos y de a quien amamos. Quizás sigan haciendo nido, algunas aves a su paso, y las flores broten de vez en cuando, pero en el fondo… allá en la raíz, quizás enterrado, donde el ojo no ve: la nada lo ocupa todo, haciéndose simplemente una fosa silenciosa.

Tarde o temprano todo se seca, y los recuerdos ojalá se archiven en lugares que no se aten a la nostalgia, que no se anuden en el dolor que no pasa y sea libre al fin el alma de quien fue víctima de esa nada.

Mientras tanto sigo corriendo antes de que ella me alcance, me abrace y acabe haciéndome parte también de ella. La nada, dueña de todo.

Sopla el viento

Sopla el viento

La vida se mece de aún lado a otro,

Perdemos los pétalos,
la vida golpea de un lado y otro
queremos estar enteros
y el viento sopla.

Sopla, llevándose los recuerdos
quedamos desnudos,
hay frío…
pero es necesario para volver
a florecer.

La pariéndosela puede irse
se va de paseo
con la belleza,
el jardín de seca
la lluvia no moja, sino que ahoga.

Esa es la vida,
la que se mece de uña lado a otro,
que a veces viste y otras desnuda
que cuando quiere grita,
y también se queda absorta
en el silencio, muda.

Sopla el viento y hace frío,
el alma se resiente
en medio de la costumbre,
se cubre con el hielo.

Martes con cara de Lunes

Muchas veces cuando los fías lunes son feriados y comenzamos las semana laboral un día martes, ese martes tiene cara de Lunes. Es el día del «choque» luego de un receso un tanto más prolongado. Nos sentimos fuera de onda, y quizás al final de la semana, algún otro día se nos disloque por ahí.

Pero eso es normal con los feriados o tiempos vacacionales, en los que también al retorno puede pegarnos más, la realidad de la cual pretendíamos escapar mientras salimos de viaje o hacemos cualquier otra cosa distinta al trabajo. Sin embargo, hay partes de nuestra vida en la que también pasamos por esto.

Mal, pero con cara de feliz… ese es un estado mucho más común del que lo que nos atrevernos a aceptar. —Todo bien! Es nuestra respuesta habitual, cuando nos preguntan: —¿Cómo estás?

Y ese «todo bien» simplemente es el escape para no ir adentro, a nosotros mismos y encontrar que hay varias patas de la mesa que están quebradas. Puede ser salud, sentimientos, area financiera, y cualquier otro aspecto de nuestra vida lo que este resentido. Puede llegar el caso de ser todas a la vez, ya que un malestar puede traer una reaccion en cadena del resto se nosotros. Pero insistimos en: «estoy bien».

Solos con cara de acompañados, frustrados con cara de satisfechos, rotos con cara de completos. Y así transcurren los días, meses, la vida. Y no nos dimos el permiso de asumir y expresar como realmente nos sentimos.

Especialistas del disimulo, compradores compulsivos de máscaras, metidos de lleno en un personaje que ya no sabemos quitarnos. Y la pregunta de: -¿Quien soy? Guardada en el cajón bajo llave, por si acaso no nos gusta o no soportamos la respuesta.

Por más que pueda insistir en que es Lunes, hoy es martes y no alargaré la semana un día, solo porque quiera percibirlo de esa manera. Somos lo que somos, nos atrevamos o no a asumir responsabilidad sobre ello. Ni las máscaras o el maquillaje, ni sonrisas forzadas o fingidas, ni cirugías en los sentimientos cambiarán lo que en verdad nos afecta.

Días con nombres
Sentimientos solos
Mujeres y hombres
Preguntando cómo.

Ajustar lo que no es
Uso de máscaras
Sumar todo a la vez
Cuenta no clara.

Manos con cosas
Pero nunca llenas
Piedras preciosas,
Fantasía obscena.

No me conozco
Quien soy, pregunto
Aguanto un poco
Por estar juntos.

Nada me completa
Nada yo tengo,
Soy una veleta
Yo no me sostengo.


Cuando somos madres 🌼

La vida nos cambia cuando somos madres… aterrizamos a emociones desconocidas, conocemos de frente al miedo, pero aun así la fortaleza se hace presente de forma inexplicable. Las madres nos sorprendemos.

Nuestros días nunca más son iguales. Las noches no existen más como las conocíamos antes. Al principio es un llanto que nos reclama, por hambre, por sentirse incómodos o mojados, o simplemente por necesidad de tener el olor y el calor conocido desde el vientre, cerca. Dando sensación de seguridad y amor al que todavía es dependiente. Las madres nos desvelamos.

Las lágrimas comienzan desde el momento que escuchamos la voz de los hijos por primera vez, ese primer grito que dice: —llegué a la vida, inaugura una cascada de gotas en nuestro rostro que ya no se irán más, ya sea que las propicie la alegría o una profunda tristeza. Las madres lloramos.

Nuestro corazón palpita a la velocidad de la luz, cuando nos llaman «mamá» por primera vez, y quizás es porque al escuchar ese nombre en la boca de nuestros hijos, se nos confirma que es un título al cual no podemos, ni queremos renunciar nunca más, aunque eso conlleve muchas veces a renunciar a nosotras mismas. Las madres nos emocionamos.

Sostenemos una pequeña mano cuando los pasos empiezan a aparecer en los pies de nuestros chiquis, nos asustamos con cada caída, pero ahí estamos para agarrar, esa misma mano que años más tarde no querrá más ser sujetada por la nuestra. —Ya soy grande, mamá. Será una frase que taladrará nuestro corazón cuando ya no seamos necesarias para mantener un equilibrio, o librar de un miedo nocturno. Las madres estamos ahí, siempre.

Celebramos las grandes victorias y hasta lo que no se considera como tal. Una vuelta en la bici sin rueditas, un gol anotado aunque no hayan más jugadores, una escala musical que has escuchado por horas seguidas, una corbata puesta por primera vez, unos tacones que nos asustan, pero se ven bien al final de esas piernas que ya crecieron. Ser testigo de las primeras flores para una chica o secar las lágrimas de un corazón roto por un chico despiadado. Las madres estamos de fiesta por los hijos.

Vemos nuestros cuerpos y comprendemos con asombro que fuimos capaces de tener otra vida dentro y ahora verla andar fuera, y esa misma vida nos mira a los ojos, haciéndonos entender que que hay misterios que no alcanzaremos a descubrir y micho menos a comprender, pero al final maravillosos, por hacernos parte de esa misma magia. Entonces las estrías, los kilos demás y unos pechos que ceden totalmente ante la gravedad, se vuelven un altar en el camino de la vida, que señalan como en la antigüedad, los milagros ocurridos. —¡Un hijo nació, y fuimos parte de eso! Las madres entregamos.

Así también, llegan los días de los títulos y graduaciones, de trabajos nuevos, de novias y novios, de matrimonios. Y esa misma manito pequeña que un día se aferraba a nosotras, ahora nos dice adiós en un aeropuerto, al salir de una boda, en el terminal de buses, o en la propia puerta de nuestra casa, porque decidieron irse a vivir al menos 10 calles lejos de nosotras. Es como si el telón de nuestra obra estelar bajara, y aunque exista uno que otro aplauso, la tristeza nos embarga, llega. Las madres nos sentimos solas.

Pero la historia no termina, luego veremos la sonrisa, los ojos, las manos y los gestos de nuestros hijos, en sus propios hijos… entonces ellos comenzaran a entendernos más y sabrán de la dimensión de nuestro amor y la necesidad de aquellos «no» por los cuales nos odiaron a ratos. La vida es tan bella que no nos permite quedarnos solas en el papel de madres, sino que invita también a nuestros hijos a tener hijos, y recibimos un «gracias» inexplicable a través de sus ojos, aunque quizás sus bocas tarden mucho tiempo más en atreverse a pronunciar un agradecimiento genuino. Las madres nos hacemos mayores.

Los años pasan, llegan las enfermedades, las arrugas, las canas, la voz se vuelve más ronca, las piernas menos fuertes, los pasos más lentos, las manos menos ágiles. Pero los hijos siguen intactos en el corazón y la mente, las lágrimas de la nostalgia siguen cayendo y las de la alegría cada vez que los vemos, también son compañeras. La tumba nos espera, pero antes de irnos queremos una mano que sostenga la nuestra, para poder decir un último:—Te amo hijio(a), besar una cabeza e irnos con la certeza de que nos dimos, con el amor más grande, sincero y hasta puro que fuimos capaces de ofrecer. Quizás no exento de dudas, errores y decisiones equivocadas, pero si con las ganas, el deseo y la motivación de hacerles bien. Las madres morimos.

Madre, la que pare dolores y alegrías
Que da sin medida, aunque duela
Cuyo horario comprende la noche y el día
La que deja su amor, como una huella.

Felicidades a todas las que tienen un hijo en si vientre y lo aman desde entonces hasta que la vida se agota pero también también a aquellas que sin haberlos concebido en sus cuerpos, los han concebido en sus mentes y corazones, que van sembrando hijos a sus pasos y tienen un sentimiento enorme. Gracias por ser mamá.